febrero 04, 2008

Jamás un adiós...

8.30 am. Si no me apuro llegaré tarde.

Como acto reflejo y rutinario, me dirijo hacia el patio por la puerta de la cocina, estoy a dos pasos... regresa la conciencia... no estarás ahí, se nubla la vista y la pena sólo la logro cubrir rezongando algunas palabras sin sentido, disfrazándola de una rabia pasajera.
Seco mis ojos y me voy.

Ha sido otro fin de semana en la montaña. La noche del viernes antes de partir nos peleamos, supongo que las dolencias ya te afectaban. Gruñiste, yo sacudí tu hocico para que vieras que jamás te tendría miedo porque sé que jamás te atreverías a lastimarme. Nos desafíamos con la mirada, agachaste tu cabeza y yo me fui. Antes de cruzar la puerta me detuve para mirarte, asomaste la cabeza con esa mirada triste que me enternece y que siempre utilizas cuando sabes que haces algo incorrecto... me vuelve vulnerable y sólo con gran esfuerzo logro llamarte la atención.
Me prometí ocuparme más de tí al regresar... dentro de dos días.

La altura no es mi fuerte y lo sé. Nuevamente me apuné, claro esta vez pude controlarlo mejor. Dormí cerca de doce horas para aclimatarme a los 4.000 msnm, después de eso fue fácil caminar cerca de dos horas sin mayor complicación antes de las tres horas de descenso.

Llegaste hace 15 años, pequeño, panzón, inquieto y desordenado, como todo cachorro de sólo unos meses de vida. Viviste junto a nosotros aquella época inestable en que durante meses anduvimos deambulando en casa de parientes hasta obtener la nuestra. Por ello tuviste que adecuarte, al igual que nosotros, a distintas costumbres y reglas. ¡¡Cómo me emputecía cuando al llegar al final de la tarde te veía atado a un árbol con una soga al cuello!! Así aprendiste a mostrar los colmillos y más tarde a rasgar cuando pantalón desconocido se te cruzara por el frente "¡Ese perro necesita un bozal!" me gritaron una vez. Viejo huraño, el bozal se lo hubiese puesto a él de muy buena gana.

Nunca entendí cómo formaste esa extraña amistad con el niño de la esquina. Supongo que los pequeños con Síndrome de Down tienen una sensibilidad especial porque a él jamás le gruñiste, por el contrario, eras tan sumiso con él como lo eras con nosotros, sumiso e impresionantemente regalón.

Si bien fuiste nuestra mascota y alegraste nuestros días desde que llegaste no fue sino hasta tu enfermedad que nos hicimos realmente amigos y compañeros.

Líquido en el pulmón, insuficiencia cardíaca y neumonitis eran conceptos demasiado complejos para mí, pero te cuidé cada día y cada noche, te arropé, te dí de comer, sustuve tu cabeza y te miré a los ojos mientras te ponían suero y las cinco inyecciones diarias. Utilicé todo el dinero destinado a mis vacaciones en Macchu Picchu. Meses de ahorro se fueron en cuestión de días y las pirámides incaicas las tuve que cambiar por las playas sureñas de la VII, pero poco o nada me importó, contra todo pronóstico, te recuperaste, porque no sé quién fue más terco, el médico, tú o la familia completa.

Durante semanas aprendí a conocerte y saber qué necesitabas sólo con mirarte. Me sorprendí al descubrir que un animal podía roncar y suspirar mientras dormía, me reí tanto con eso!!... Tanto como reí al descubrir que cada cierto tiempo sufrías de pesadillas y gruñías durmiendo. Tus ojos desorbitados y el hocico torcido eran una escena demasiado cómica cada vez que te debía despertar en mitad de la noche.

Anoche apenas pude dormir, cada dos minutos abría los ojos pensando que estabas ahí, con tus patas y el hocico en el borde de mi cama, mirándome hasta lograr que despertase para que abriera la puerta, o simplemente porque el sueño ya se te había espantado, y obviamente jamás tuviste consciencia que horas más tarde yo debía levantarme a trabajar y funcionar.

Quién diga que los animales no piensan ni sienten no saben absolutamente nada de ellos y jamás han tenido la dicha de tener un amigo de orejas caídas como lo tuve yo.

Cuando supe que estabas internado se me partió el corazón, la distancia desde la montaña hasta el centro de la ciudad se hizo eterna. Minutos después, al saber que no habías resistido el día, la distancia se hizo infinita y el tiempo transcurrido un enemigo macabro y cruel.

Lloré, no tanto porque te fueras, 15 años no pasan en vano y la vejez ya se hacía notar, pero la verdad mis lágrimas cayeron porque no estuve ahí. Podía ver tus ojos tristes y tu sufrimiento a través del tiempo y la distancia. No esperamos un sólo segundo para ir a buscarte. Te dejaron en mis brazos envuelto en una bolsa negra... fría, como frío estaba ya tu cuerpo. Te puse sobre mis piernas y nos fuimos a casa.

En el trayecto toqué cada una de tus extremidades, toqué tu hocico, tus ojos, tu lomo vertebra a vertebra. Te reconocí aún sobre el plástico oscuro. No tenía dudas, eras tú.

Llegamos a casa y esperamos que la Pequeña terminara de cavar. Mi madre echó la cal y papá rasgó la bolsa. Estabas precioso, habías fallecido hace tan poco y todo fue tan repentino que tu pelaje no se alcanzó a opacar. Sé que no puedo ser objetiva en estos casos, pero debo decir que aún siendo un quiltro de medio pelo tenías facciones armónicas y un buen pelaje.

Te dejamos al fondo de la fosa. Papá te cubrió en un comienzo y fui yo quién terminó de sepultarte bajo la tierra a punta de pala.

Ahora estás ahí, en el patio trasero; sin embargo, yo aún espero verte aparecer en medio de la nada.

No puedo olvidar tus ojos tristes. Aún cuando te habías ido hace horas... tus ojos cerrados mantenían las últimas lágrimas y nuevamente lamenté no haber estado ahí.

Pero ya fue... ya partiste y con estas líneas yo también te dejo ir.

Por eso, sólo un hasta siempre mi pequeño...

Hasta siempre porque un adiós no tiene cabida aquí.